sábado, noviembre 04, 2006

¿Quién se queda con los cuates?

Cuando nos divorciamos, el reparto de los bienes materiales y la custodia de los hijos son materia de delicadas negociaciones y pueden dar substancia a enconados procesos judiciales. Pero siempre estará el consejo del abogado y la mano de la ley para darnos la certeza de que el reparto es justo.

Sin embargo, en este proceso se ha olvidado un tema importante: ¿quién se queda con los amigos? En este punto, mi propia experiencia fue bastante desalentadora. Los amigos que tuve de casado, a los que frecuentaba y con quienes convivía, eran mis mismos amigos de la adolescencia, ya con sus respectivas esposas e hijos. Es decir, mi esposa no aportó ninguna amistad a nuestro matrimonio. No quiero decir que no tuviera amigos, sino que no convivíamos con ellos como pareja.

La existencia de ese círculos de amistades fue posible porque nuestras esposas se llevaban (más o menos) bien entre sí. Nada extraordinario, por lo demás. Dos de ellas eran hermanas, todos habíamos convivido en fiestas desde solteros y los lazos que nos unían eran profundos.

Por eso mismo me sentí defraudado cuando me vi condenado al ostracismo a raíz de mi separación. ¿Pues que no eran amigos míos? ¿Cómo fue que mi ex se quedaba con ellos? De repente me enteraba de que ella asistía a reuniones e iba a conciertos y excursiones en los que no era requerida mi presencia.

Claro, esto tenía una explicación más o menos lógica: en esos matrimonios, prácticamente ninguna mujer trabajaba, por lo que tenían más tiempo para frecuentarse. Y eran ellas las que organizaban las reuniones y se encargaban de repartir las invitaciones.

Tuve ocasión de entender las causas del ostracismo al que me habían condenado una vez en que, cosa excepcional, salí a cenar con varias de estas parejas. A la reunión había ido un cuate solo, pues a su esposa —váyase a saber por qué razones— no le gustaba juntarse con nosotros, y tampoco permitía que el sufrido marido se llevara mucho con sus cuates. Estábamos reunidos en casa de uno de ellos y de ahí nos íbamos a ir a cenar. Pero a la hora de salir al restaurante, este cuate se disculpó, diciendo que no quería dejar sola a su mujer en su casa. Por supuesto que fue tratado de mandilón por todos y a mí se me ocurrió ofrecerle mis consejos para romper su servidumbre.

Ese comentario bastó para que se desataran en mi contra todos los prejuicios y estereotipos que existen sobre el hombre divorciado, como alguien que lleva una vida licenciosa y disipada. ¿Realmente pensaban estas mujeres que yo podría ser una influencia perniciosa para sus maridos y por eso me evitaban?

Como no se trataba de pasar la cena devanándome los sesos para esclarecer el sentido de sus comentarios, simplemente los archivé y me dediqué a disfrutar de la pasta y del Chianti de aquel restaurante italiano en el que, después de tanto tiempo, volvía a saborear el ambiente tan agradable de estar con mis cuates.

Después de analizar los comentarios de las esposas de mis amigos, francamente no pude ni molestarme ni entristecerme. Más bien me dio risa. La que con más vehemencia había insistido en mi carácter de influencia nociva era la esposa del cuate más coscolino del grupo. En una ocasión, yo todavía casado, que fui a cenar con mi esposa a la Zona Rosa, nos lo encontramos ahí, en compañía de dos “compañeras de trabajo”. Y la que la había secundado en la expresión de los prejuicios, era la esposa del único de mi amigos que tenía (en ese tiempo, no sé cómo estén las cosas ahora) una amante de planta.

De mis amigos, sólo dos se han divorciado y los demás tienen por lo menos veinticinco años de casados. Y en los dos casos de los divorciados, fueron ellas las que los dejaron por irse con otro. Ambas con fuertes motivaciones económicas. La primera se fue cuando quebró la empresa de su esposo y éste ya no pudo ofrecerle el nivel de vida al que estaba acostumbrada. La segunda, cuando ella empezó a ganar tanto dinero que pensó que podría “conseguirse” algo mejor.

Nunca pensé que pudiera cundir el efecto pernicioso de mi divorcio. Cada pareja es una entidad autónoma y las razones de su fracaso (o de su éxito) no son contagiosas. Analizar esas causas es un ejercicio reservado exclusivamente a los involucrados. Sólo cada quien, en conciencia, puede determinar las causas de que su relación haya naufragado en el mar de la convivencia cotidiana. Y como dijera el poeta, “todo lo demás es chisme”.

viernes, junio 30, 2006

¿Amor fraternal? No, gracias

La segunda de mis conocidas por Internet, ya avecindado en Cuernavaca, resultó ser una mujer muy interesante. Sus cartas me hacían reír y revelaban una mentalidad sui generis, muy inteligente y con amplia cultura. Dedicamos algunas semanas a ese intercambio meramente escrito hasta que un día me dijo que iba a venir a Cuernavaca (ella vivía en la Ciudad de México) por algunos asuntos y que, si yo quería, podríamos aprovechar para vernos.

Yo estaba más que encantado con la oportunidad de perder la virtualidad con ella, así que organicé mi trabajo para darme tiempo de comer con ella. El asunto que la traía a Cuernavaca era un curso que estaba dando sobre una extraña técnica de avance espiritual, pero eso no me importó mucho. Pasé por ella al instituto donde impartía sus clases y, cada quien en su coche, nos fuimos a un restaurante.

Tengo que confesar que mi primera impresión al verla no fue muy buena. Digamos que físicamente no era exactamente como me gustan, pero, ¡qué caray!, su forma de ser me resultaba muy atractiva, así que hice a un lado esa objeción tan mezquina.

Quizá por el hecho de ser la primera vez que nos veíamos, ella estuvo muy seria, muy lejos de la imagen que proyectaba en sus cartas. Incluso llegué a sospechar que alguien más se les estuviera escribiendo, porque no aparecía por ningún lado la chispa, el humor y los comentarios sarcásticos de que hacía gala por escrito.

Después de esa vez en Cuernavaca nos volvimos a ver varias veces en México, para ir al cine, para ir a comer o salir a algún lado. Recuerdo con particular agrado una tarde que pasamos en el bazar de San Ángel, después de haber comido en un restaurante hindú de las cercanías. Ver chucherías en su compañía me pareció lo más cercano a la dicha que había experimentado en mucho tiempo. Y en esa ocasión pensé seriamente que con ella sí podría llegar a algo más que una buena amistad.

Esta mujer era muy perceptiva, supongo, y algo me ha de haber captado esa vez. El caso fue que poco después, en nuestro acostumbrado intercambio epistolar, ella dejó muy en claro que no estaba en plan de entablar ninguna relación seria. Y para remachar el clavo, agregó que ella podría ser como “una hermana”, nada más. A mí se me cayó la moral al suelo pues, como dije, ya estaba pensando en que las cosas podrían llegar mucho más lejos. Durante varios días traje rumiando esa carta, sin decidir si contestarla o dejarla sin respuesta. Hasta que finalmente pudo más el despecho y le escribí una carta de despedida en la que le aclaraba que poco podía interesarme en tener una hermana más, cuando ya tenía tres. No me volvió a escribir.

Mi historia con ella no paró en eso. Tiempo después, no recuerdo si tres o cuatro años, aunque pudieron haber sido cinco, ojeando otro catálogo de soledades me vine a topar con una ficha por demás interesante. Y la foto que la ilustraba era bastante atractiva, así que me decidí a escribirle. Claro, era la misma aspirante a hermana, sólo que ahora con el pelo más largo. Ella sí me reconoció, cosa que me hizo notar, muerta de risa, en su respuesta. Pero en esa ocasión ya no nos volvimos a ver. La cosa se limitó a un breve intercambio epistolar, prontamente trasladado al chat, donde platicábamos las raras veces que llegábamos a coincidir. Pero ya no mantuve el mismo interés que antes, primero por la cuestión del incesto pero también porque para entonces ella ya estaba clavadísima en sus cursos de espiritualidad, tema que llegó a hartarme.

No sé si esta historia tenga moraleja. Ahí les encargo, si la llegan a encontrar, que me la expliquen. Para mí fue más bien desmoralizador y sentí que, habiendo llegando al mismo punto de partida de años atrás, era tiempo de olvidarme del empeño de buscarle por ese lado.

sábado, junio 17, 2006

Romance cibernético II

Todos mis intentos por establecer alguna relación por medio de Internet fueron un fracaso. Y como el hombre es el único animal que se tropieza con la misma piedra, por mucho tiempo yo me empeciné en tropezarme en ese mismo empeño. No obstante, debo confesar que en lo que llegaba al tropezón me la pasaba bastante bien. Ya fuera porque el intercambio de mensajes resultaba estimulante de algún modo, porque llegáramos a tratarnos en persona, o incluso porque lográramos crear cierta intimidad. Estos casos fueron los menos, claro, y cuando llegaban a ocurrir era por un corto periodo.

Recuerdo que recién llegado a Cuernavaca, me inscribí en la página de Terra, con la idea de conocer gente de aquí. De los innumerables prospectos que hubo, en realidad sólo recuerdo a dos, a quienes sí llegué a tratar en persona. Las demás quedaron siempre en la virtualidad.

La primera de las dos me llamó la atención por sus respuestas ingeniosas y la inteligencia que se notaba en sus mensajes. Después de un intercambio epistolar más o menos regular, decidimos conocernos y para eso nos quedamos de ver en el cine.

La espera siempre es inquietante, pero en el caso de una cita a ciegas la inquietud se convierte en angustia, teñida de vagas esperanzas. De pie en medio de la plaza del conjunto donde están los cines, cualquier mujer que se apareciera podía ser la susodicha. Y aquí no me queda más remedio que revelar mi superficialidad: las caras bonitas despertaban mi esperanza mientras que las feas suscitaban angustias.

A fin de cuentas, como no vivo en los extremos, cuando llegó mi desconocida amiga pude comprobar que era bastante término medio: ni muy fea ni muy bonita. Pero, en todo caso, no se produjo el famoso y muy esperado clic. Nótese que no la estoy culpando por no haber despertado mi concupiscencia. Estas cosas son de dos vías y supongo (no lo sé, pues de eso jamás llegamos a hablar) que a ella le pasó algo similar. No recuerdo si el saludo fue de mano o de beso, pero en todo caso, agradecí mentalmente que nos íbamos a meter al cine y que eso me relevaba de una conversación que, por no interesarme la interlocutora, hubiera sido muy penosa para los dos.

Con tan mal estreno, nuestra relación no iba a llegar muy lejos. Nos vimos quizá una o dos veces más y, poco después, la cosa se limitó a llamadas esporádicas por teléfono, que fueron espaciándose hasta caer en el olvido.

Pero eso no fue el fin del asunto. Tiempo después respondí a otro anuncio, no recuerdo si de la misma página de Terra o alguna otra, pues para entonces yo ya había probado suerte en varias. Todas más o menos funcionan igual: un catálogo de soledades, preferentemente ilustrado y con descripciones tan encomiosas de sus integrantes que alguien menos subjetivo —el que anda ojeando esos catálogos lo que menos tiene es objetividad— no puede dejar de preguntarse porqué tienen que recurrir a estos métodos para encontrar amistades o pareja. Y siempre con el ánimo de garantizar la seguridad, los solicitantes se identifican mediante seudónimos. El anonimato, claro, no es el objetivo de este sistema también llamado de nick, ya que la foto, cuando la hay, revela la identidad del aspirante.

En fin, el anuncio al que me refiero no tenía foto, pero la descripción ha de haber sido bastante alentadora, por lo que decidí responderlo. El lector ya habrá adivinado el desenlace, pues ahí están todas las claves (menos mal que éstos no son relatos de suspenso). En efecto, como ella misma se encargó de aclarar en su respuesta, el segundo anuncio correspondía a la misma chava del primero. ¿Quién dijo que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar?

sábado, junio 10, 2006

Larisa III

Lo malo de la última vez es que nunca la disfrutamos como tal. Es decir, casi nunca tenemos la conciencia de que será la última vez al momento de vivirla. Y quizá por esa falta de cierre,por esa sensación de que nos faltó decir adiós, muchas veces queremos regresar aunque sea para echarnos la del estribo, por mucho que la razón nos aconseje lo contrario.

Sin embargo, con Larisa me pasó algo mixto: la última vez que la vi se estaba subiendo al taxi que la llevaría al aeropuerto, donde tomaría un vuelo a Bolivia. Ahí tenía pensado pasar mes y medio en casa de una amiga muy querida. En ese sentido, sí tuvimos una despedida, aunque ninguno de los dos pensara en esos momentos que fuera la definitiva.

Al ver alejarse el taxi, sólo agradecí que yo tuviera que irme a trabajar con lo que quedaba descartado acompañarla hasta el avión. Pero no se me ocurrió pensar que jamás la volvería a ver.

Pero además del alivio de no tener que echarme el penoso viaje al aeropuerto, sentí el de que ella no fuera a estar precisamente ese viernes por la noche. Era el 8 de diciembre y como celebración del fin de año, mis amigos y yo íbamos a tener una reunión en casa de uno de ellos. La consigna había sido que fuéramos sin pareja: no estaban permitidas esposas, amantes, amigas o, como era mi caso, concubinas. Y a Larissa no le hubiera caído en gracia que yo me fuera solo a “emborracharme con mis amigotes”.

Esta sensación de alivio, tendría que aclarar, no fue clara en ese momento. Simplemente me sentí más libre, sin comprender porqué. En todo caso, ese viernes pude estar muy a gusto con mis amigos de toda la vida. Como era de esperarse, la reunión acabó a las siete de la mañana y yo llegué muy tranquilo a mi casa, sabiendo que no habría nadie que me pusiera mala cara. Aunque ya había bastante material acumulado, faltaba algo que le diera coherencia y me explicara lo que yo estaba sintiendo. Ese “algo” estaba por ocurrir dos días más tarde.

martes, noviembre 08, 2005

Del doblaje como causal de divorcio

En una ocasión, Teresa vino a mi casa un sábado y nos pusimos a ver la televisión. Dado su feroz militantismo en la izquierda y el feminismo trasnochado, me empeñé en que viéramos The Mind of the Married Man, pues sabía que iba a ser causa de polémica.


Sin embargo, Teresa no recogió el reto: descartó el programa por considerarlo soso y no quiso meterse en muchas discusiones. Simplemente dijo que era el punto de vista masculino, dando a entender que por eso estaba equivocado. Y me preguntó que si no había visto Sexo en la ciudad, que era el punto de vista femenino y, por tanto, en su opinión, el correcto.


Me pareció extraño que no abundara, pues a ella le encantaba polemizar de esos temas, pero en el fondo lo preferí así, ya que a mí en realidad me desgastaba tanta discusión sin sentido.


Pero una o dos semanas después, ella tuvo su oportunidad de desquite. Estábamos en su casa y, como no queriendo la cosa, me preguntó que si quería ver Sexo en la ciudad, programa que estaba por empezar en su versión doblada, claro.



Pese a tener muy buena crítica y a haber oído muy buenos comentarios, nunca vi la célebre Sex and the City. Primero porque no tenía HBO, donde pasaban esa serie. Y cuando lo tuve, ya había terminado. Sin embargo, tiempo después me enteré de que la estaban dando en alguno de los canales de la televisión abierta pero al tratar de verla, me di cuenta de que estaba doblada. Por principio me niego a ver películas y series dobladas por considerar ese proceso una mutilación equivalente a la castración. Y sobre todo, porque estoy aburrido de oír las mismas voces en boca de todos los actores.


Les juro que esa noche con Teresa empecé a verlo sin ningún prejuicio y con toda la tolerancia posible. Me soplé la media hora, tratando de no cerrar las orejas a las voces insoportables de los dobladores, de no perderme tratando de identificar en qué otros tantos programas las había oído y todo esto, al mismo tiempo que trataba de entender lo que decían, “retraduciendo” al inglés, como siempre me aconsejaba mi buen amigo Enrique, que solía desconfiar de las versiones en español.


Cuando terminó el programa, Teresa volteó a verme con cara de triunfo. Sí, no dudo que Sex and the City haya sido una magnífica serie y que presentara en forma realista los problemas de la mujer moderna, sobre todo los referidos a su vida sentimental y sexual. Por su lado, The Mind of the Married Man también presentaba los problemas de las relaciones, vistos, claro, desde la perspectiva del hombre, como indica su título y como jamás tuvo la pretensión de ocultar. Pero aunque pudiéramos equipararlos por sus objetivos, sería caer en el simplismo querer determinar cuál era mejor programa.


Ahora bien, ya metidos en la onda de la competencia, podríamos considerar tan solo el hecho de que la serie de los hombres duró dos temporadas (aunque de sólo diez episodios cada una) y la de las mujeres se mantuvo en el aire durante 94 episodios en seis temporadas. Creo que huelga decir quién sale ganando en este enfrentamiento.


Pero Teresa era tan simple que no necesitaba más: “Mi serie es mejor que la tuya”, pareció decirme con la mirada, aunque en realidad me preguntó qué me había parecido.


—No entiendo cómo aguantas ver una serie tan mal traducida y peor doblada—, fue mi primer comentario.


No tengo ningún recuerdo de la trama del episodio, tanto fue mi bloqueo. Lo único que recuerdo es que en algún momento, una de las chicas comenta que algo que había vivido era como la película “Cómo éramos”. Mi sistema automático de retraducción me permitió reconocer la célebre Nuestros años felices (The Way we Were, en inglés que, sí, se puede traducir de esa manera, pero que todo mundo hispanohablante conoce como Nuestros años felices), sobre todo porque el personaje precisa que se trata de la cinta de Barbra Streisand y Robert Redford.


Le dije que si ésa era la calidad de la traducción, apenas podíamos imaginar todo de lo que nos estaba despojando la voraz industria del doblaje en México. Si un traductor de televisión es tan ignorante que no conoce una película tan famosa como Nuestros años felices, ¿cómo vamos a confiar que haya traducido correctamente todo lo demás? ¿Dónde quedan los juegos de palabras y las alusiones culturales? Un guionista gringo se quema las pestañas dando a luz diálogos ingeniosos y chispeantes, para que un malpagado traductor se los venga a aplanar, metiéndolos en un horroroso español neutro, lleno de mantecados y carente de helados.


No pude seguir. Teresa se irritó porque yo me clavé en la forma, dijo, y no había visto el fondo. Es posible. Pero hay que ser realistas: las cosas son distinguibles por su forma. No somos seres angelicales capaces de percibir la esencia de los fenómenos de manera inmediata. Y en una rama del arte que se basa en las formas, es sencillamente imposible no fijarse en éstas. ¿Qué le diríamos a un escritor que tuviera pésima ortografía y sintaxis, que nos viniera a decir que “no te claves en la forma”?


Espero no exagerar con la siguiente confesión: ese incidente fue el principio de mi ruptura con Teresa. No, no me enojó que “su” programa fuera mejor que el “mío”, ni que le parecieran banales mis consideraciones sobre los estragos que causa el doblaje. Más bien fue ver esa terquedad en imponer sus puntos de vista —muy dogmáticos por lo demás—, esa resistencia a aceptar los míos y, a fin de cuentas, el desgaste que me producía la sensación de que todo lo que dijera podía ser causa de debates interminables. ¿Qué necesidad tenía yo de aguantar una situación tan estresante? Si precisamente me divorcié por escapar de condición semejante, caray.


Nuestra relación fue cuesta abajo a partir de entonces. Poco a poco se fueron espaciando las visitas y las llamadas telefónicas. De pronto me di cuenta de que tenía un mes sin noticias de ella. Y de que no la extrañaba para nada. Y a la fecha, dos años después, no he vuelto a saber de ella.

viernes, noviembre 04, 2005

Homenaje a Confidencias

Como antecedente precibernético de las revistas del corazón, Confidencias se labró un lugar distinguido no sólo en la historia de las publicaciones mexicanas, sino también en el corazón de muchas personas que encontraron ahí su media naranja.

De 64 páginas de tamaño media carta, la revista era semanal y tenía un tiraje bastante elevado (la cifra exacta se me escapa, pero me lo pueden creer). La primera mitad del contenido estaba dedicada a recetas de cocina, consejos de belleza y pequeñas historias de la vida real enviadas por los lectores. Pero lo que realmente le valió la fama era la segunda mitad, la sección de avisos personales de esta pionera publicación.

Estos anuncios fueron la causa principal de que la revista entrara en el imaginario colectivo de más de una generación. Frases como “fines, los que Dios disponga”, “señorita dicen no fea”, junto con otros eufemismos del estilo, cristalizaron como frases de pancarta en una manifestación a cargo de los desesperados de la Tierra.

En efecto, “anunciarse en Confidencias” significaba estar al borde de la desesperación sentimental, ser incapaz de relacionarse por sí mismo, de seducir o conquistar en el mundo real. Esta noción, con todo el avance de la sociedad (o digamos simplemente cambio, para no equivocar cualquier diferencia con progreso), sigue estando vigente en nuestros tiempos de comunicación cibernética y romances por correo electrónico.

Años después de que dejara de publicarse, tuve oportunidad de conocer a quien fuera director de la revista, personaje cuyo nombre el pudor me aconsejaría dejar en el anonimato, pero que para fines prácticos podemos llamar aquí Tomás Rodríguez Couto. Él fue mi jefe en una editorial también desaparecida, por lo que no es necesario decir que se dedicaba a publicar libros de adorno (enciclopedias y otras colecciones que se vendían a plazos y que por lo general se compraban por metro y color para llenar huecos en los libreros).

Don Tomás me comentó en varias ocasiones su paso por aquella revista, haciendo énfasis en las primitivas técnicas que se empleaban para su impresión, como los negativos de celofán, y las dificultades financieras en las que se vio envuelto el dueño, y que lo obligaron a cederle la revista a los trabajadores.

Pero también me llegó a decir, muy ufano, que él fue el creador del peculiar estilo de los anuncios personales. Las cartas que llegaban a su oficina venían redactadas en los más diversos estilos y él y sus redactores se encargaban de uniformarlas con su característica redacción y de recortarlas todas al mismo tamaño.

A cada anuncio se le asignaba una clave y el interesado en alguno de ellos tenía que escribir directamente a la revista; ésta se encargaba de remitir la carta a la dirección del destinatario, para garantizar cierta privacidad. No recuerdo si este proceso implicaba un pago por parte de alguien, pero es probable que fuera gratuito. Después de todo, los anuncios personales constituían el principal atractivo de la revista, sustentaban su circulación y venta, y el dueño se ahorraba el pago de colaboradores.

En esa misma línea de ahorrarse colaboradores se encontraban también las recetas de cocinia, enviadas por los propios lectores que de ese modo competían para ver cuáles eran publicadas. No sólo eso: toda persona que enviara una receta era un comprador cautivo, pues obviamente iba a estar comprando la revista para ver publicada su receta y mostrar con orgullo su nombre en letras de imprenta.

En alguna ocasión, don Tomás me contó una de las historias de éxito de la que fue partícipe. La revista, como quedó dicho, tenía gran circulación y no era infrecuente que llegaran cartas de otros países y en otros idiomas. En este último caso, la carta se traducía al español y se publicaba con la misma redacción que las otras. Entre aquella multitud de misivas, hubo una que le llamó la atención, la de un holandés residente en Australia que él mismo se encargó de traducir por venir en inglés. Tiempo después, la esposa de don Tomás le dijo que iba a ir a la despedida de soltera de una amiga suya. Y precisó que ésta se iba a casar con un holandés residente en Australia que había conocido a través de Confidencias. De todos los casos que conoció, éste era el que hacía que don Tomás se enorgulleciera más de su misión al frente de la revista.

Los tiempos han cambiado, como bien adivinó Bob Dylan. En nuestro tercer milenio, difícilmente podría concebirse una revista de ese tipo. La necesidad de conocer gente está cubierta, incluso con mayor eficacia, por las páginas de amigos en Internet. Las posibilidades multimedia, pero sobre todo la promesa del contacto instantáneo (¿quién espera semanas o meses para recibir una respuesta en el correo?) hacen de Internet el mejor campo para cultivar esperanzas.

martes, marzo 22, 2005

Romance cibernético

Después de uno de mis rompimientos con Lorena, no sé cómo me llegó a la cabeza la idea de inscribirme en un sitio Web para buscar pareja. Quizá fue por un anuncio de la televisión, pues recuerdo que lo hice en Starmedia que, en ese tiempo desplegaba una febril campaña publicitaria.

La primera mujer que conocí de ese modo (¿quién puede olvidar su primer amor cibernético?) se llamaba Patricia y se anunciaba como alguien de muy buena posición social, culta y educada, que buscaba a su contraparte masculina. Decía también que tenía una hija, con la que se llevaba "de maravilla" y de la que estaba muy orgullosa pues ya estaba estudiando en no recuerdo cuál prestigiosa universidad.

No supe a qué se dedicaba pero supongo que a algo relacionado con la mercadotecnia o la administración, pues en su descripción planteaba algunas preguntas que el candidato debía responder para que ella determinara si estaba a la altura de sus expectativas.

A mi primer mensaje, ella respondió con un urgente "tengo que conocerte". A eso siguieron el intercambio de números de teléfono (un sábado, por cierto) y largas conversaciones, hasta de varias horas, en las que ambos nos maravillábamos al ir descubriendo a nuestra alma gemela.

Quedamos de vernos el miércoles siguiente para ir a comer. Cuando me estaba dando su dirección para pasar por ella, me preguntó qué coche tenía pues, dijo, vivía en una cerrada y tenía que informarle al guardian de la puerta para que me dejara pasar. Ésa debió haber sido una señal suficiente de alerta pero yo, como siempre, no le hice caso. El día convenido me presenté a su puerta con unas flores en la mano, nervioso, claro, y pensando que ya había encontrado al amor de mi vida, tal como me lo prometieran los responsables de Starmedia.

Mi primera decepción fue cuando ella abrió la puerta y la vi. ¡Nada! No sentí nada al ver su rostro y contemplar su cuerpo. No que no fuera bonita o que estuviera deforme. Era rubia, de pelo ensortijado, de piel blanca y ojos grises. De complexión mediana y altura regular (como 1.65 m), de cuerpo también bastante regular pero, tuve que confesarme, nada que me hiciera voltear si la viera en la calle.

Me impresionó la falta de clic entre nosotros, pues en nuestras pláticas telefónicas parecía haber una profunda compenetración, tanto intelectual como espiritual. Hubiera querido tener el valor de darme la media vuelta y echar a correr, para no empañar de realidad la bonita imagen que tenía de ella. Pero, cobardemente, fingí un gusto de verla que estaba muy lejos de sentir, le di las flores —que ella agradeció debidamente— y nos fuimos a comer a un restaurante japonés de allá por avenida Universidad.

El desinterés pronto se convirtió en molestia, cuando advertí la actitud de superioridad que ella asumía ante mí: trataba de enseñarme el uso de los palillos chinos... ¡imagínense! Y, más que nada, sus continuas alusiones a su elevada posición social, a la importancia del cargo de su padre (En un principio se había negado a darme su apellido, dizque para que no lo fuera a identificar. Cuando me lo dijo, les juro que no supe de quién se trataba.), a sus viajes por el extranjero.

Por fortuna, ella tuvo el tacto de acortar la reunión y ahorrarme el suplicio, inventándose un viaje a Guadalajara que tenía que hacer esa misma tarde, al regreso del cual me hablaría para volvernos a ver. Jamás lo hizo, cosa que le agradecí. En realidad no estaba dispuesto a enredarme con alguien que tan abiertamente buscaba quién la mantuviera (a ella y a su hija) y que a cambio no tenía nada interesante que ofrecer.

Esta experiencia, sin embargo, por desastrosa que fuera, no fue la última. Es más, por varios años —salvo por el fallido intento de mi hermana de presentarme a una amiga de su esposo— todas las mujeres que conocí y con las que llegué a salir las conocí por Internet. La gran mayoría de los casos, lamento decirlo, fueron como este primero: después de un intercambio epistolar o telefónico muy prometedor, el encuentro en la vida real resultaba francamente decepcionante y no volvía a repetirse.

Si pudiera sacar una conclusión general de estas experiencias, la primera sería que una verdadera relación debe basarse en algo más que en la búsqueda de aliviar la soledad. Y que, debo admitir, en demasiadas ocasiones tiendo a atribuir a una persona valores y características que sólo existen en mi imaginación o en mis deseos. La confrontación de esa fantasía con la realidad es lo que produce un deprimente choque.

Pero hay otra lección que se puede extraer de todo esto: el famoso clic se produce en la nariz. El perfume de mujer del que hablaba Martin Brest en su película es la base de toda atracción. Recuerdo el olor a ajos de Lorena y confieso que, después de ella, me sentí atraído por otra que también olía a liliáceas.

También podría hacerse la crítica a este sistema de celestinaje desde otra perspectiva: es imposible conocer a los demás si no nos conocemos a nosotros mismos. Eso explica tantos reveses que nos damos a la hora de reunirnos en persona con quien parecía ser —por escrito— nuestra alma gemela. Ninguno de los dos puede describirse a sí mismo, por la sencilla razón de que no sabe quién es. Tiene una vaga sensación de gusto o disgusto ante determinadas cosas, pero no sabe traducirla en palabras. Poner en mi tarjeta de presentación que mi color preferido es el azul me hace correr el riesgo de toparme con una persona tan superficial como esa misma descripción.

Con esa ignorancia sobre sí mismo, los intercambios epistolares se van reduciendo a simples comentarios sobre la vida cotidiana o a la presentación del currículo. (Es en serio: en una ocasión, una monita me envió su currículo, asegurándome que así la conocería mejor.)

¿Y saben cuál es la paradoja mayor (o al menos, cuál puede llegar a ser)? Que cuando efectivamente nos conocemos nos damos cuenta de que no necesitamos una pareja para sentirnos bien. Y la paradoja es que es entonces cuando la encontramos.