Larisa I
A Larisa la conocí el fin de año de 1994, que celebré en casa de Licha, mi amiga del periódico. No fue una gran fiesta; más bien, sólo una reunión íntima para no dejar pasar desapercibida la fecha. Rebeca, la novia de Licha, era argentina y tenía a su cargo la preparación de la parrillada. Yo llegué con algunas botellas de vino chileno y mis dos hijos que, por haber pasado la Navidad con su madre, ahora celebrarían el año nuevo conmigo.
¿Cómo se puede realizar una parrillada en un departamento de la colonia Del Valle? La respuesta era sencilla: en la azotea. En una de las jaulas de la ropa, Rebeca había preparado un anafre con una parrilla encima y, casi a la entrada, Licha había colocado la mesa. No esperábamos a nadie más y yo, en ese primer año de mi divorcio, no tenía a ninguna amiga a quién invitar.
Larisa llegó de sorpresa. Licha la había invitado vagamente, casi por compromiso, algunos días antes. Y, como en la tarde se había peleado con el galán que además, por ser casado, no podría llevarla a su cena de fin de año, Larisa decidió tomarle la palabra a Licha y aparecerse casi de última hora.
No recuerdo cómo me la presentaron. Al evocar esa noche, sólo la veo parada en el quicio de la puerta de la azotea, cubierta con un grueso abrigo café claro, con una bufanda roja y un sombrerito gris que medio le tapaba la cara, aunque dejaba asomar un par de ojos acerados, una sonrisa perfilada en unos labios delgados y unos pómulos más o menos marcados, todo ello enmarcado por una cabellera rubia, lacia y corta. De inmediato me vino a la mente Mia Farrow, no la de las películas de Woody Allen, sino la del Bebé de Rosemary (sobre todo en la segunda parte, cuando se corta el pelo). Posteriormente, ella misma me diría que más bien la comparaban con Jessica Lange. Pero para mí, siempre fue Mia Farrow.
La conversación al principio fue muy de circunstancia: el frío, la reciente devaluación del peso (estaban frescos los errores de diciembre del doctor Zeta), la perspectiva de la cena... Rebeca nos explicó al detalle la preparación de una buena parrillada, desde la selección de la carnicería hasta la determinación del punto exacto de cocción, omitiendo, claro está, los verdaderos secretos de los condimentos y especias que usaba.
Pero después la plática se hizo más personal y así me enteré de que Larisa era pintora, divorciada y de que estaba recién regresada de Barcelona, donde había tenido una beca para estudiar pintura durante un año. Me comentó muchas cosas más, sus planes con un grupo de artistas para montar una escuela-taller de pintura, las exposiciones que había tenido. Más adelante, ¡ay!, la llegaría a conocer mucho más y me daría cuenta de lo maquillado que resultaba el retrato que de sí misma había pintado esa noche. Pero de momento, yo quedé encantado con ella, sobre todo cuando alabó las habilidades artísticas de mis hijos, que entre tanto estaban dibujando en la computadora de Rebeca. Y cuando me di cuenta de que no era del grupo de amigas lesbianas de Licha y Rebeca, acaricié la posibilidad de tratarla más.
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