martes, marzo 22, 2005

Romance cibernético

Después de uno de mis rompimientos con Lorena, no sé cómo me llegó a la cabeza la idea de inscribirme en un sitio Web para buscar pareja. Quizá fue por un anuncio de la televisión, pues recuerdo que lo hice en Starmedia que, en ese tiempo desplegaba una febril campaña publicitaria.

La primera mujer que conocí de ese modo (¿quién puede olvidar su primer amor cibernético?) se llamaba Patricia y se anunciaba como alguien de muy buena posición social, culta y educada, que buscaba a su contraparte masculina. Decía también que tenía una hija, con la que se llevaba "de maravilla" y de la que estaba muy orgullosa pues ya estaba estudiando en no recuerdo cuál prestigiosa universidad.

No supe a qué se dedicaba pero supongo que a algo relacionado con la mercadotecnia o la administración, pues en su descripción planteaba algunas preguntas que el candidato debía responder para que ella determinara si estaba a la altura de sus expectativas.

A mi primer mensaje, ella respondió con un urgente "tengo que conocerte". A eso siguieron el intercambio de números de teléfono (un sábado, por cierto) y largas conversaciones, hasta de varias horas, en las que ambos nos maravillábamos al ir descubriendo a nuestra alma gemela.

Quedamos de vernos el miércoles siguiente para ir a comer. Cuando me estaba dando su dirección para pasar por ella, me preguntó qué coche tenía pues, dijo, vivía en una cerrada y tenía que informarle al guardian de la puerta para que me dejara pasar. Ésa debió haber sido una señal suficiente de alerta pero yo, como siempre, no le hice caso. El día convenido me presenté a su puerta con unas flores en la mano, nervioso, claro, y pensando que ya había encontrado al amor de mi vida, tal como me lo prometieran los responsables de Starmedia.

Mi primera decepción fue cuando ella abrió la puerta y la vi. ¡Nada! No sentí nada al ver su rostro y contemplar su cuerpo. No que no fuera bonita o que estuviera deforme. Era rubia, de pelo ensortijado, de piel blanca y ojos grises. De complexión mediana y altura regular (como 1.65 m), de cuerpo también bastante regular pero, tuve que confesarme, nada que me hiciera voltear si la viera en la calle.

Me impresionó la falta de clic entre nosotros, pues en nuestras pláticas telefónicas parecía haber una profunda compenetración, tanto intelectual como espiritual. Hubiera querido tener el valor de darme la media vuelta y echar a correr, para no empañar de realidad la bonita imagen que tenía de ella. Pero, cobardemente, fingí un gusto de verla que estaba muy lejos de sentir, le di las flores —que ella agradeció debidamente— y nos fuimos a comer a un restaurante japonés de allá por avenida Universidad.

El desinterés pronto se convirtió en molestia, cuando advertí la actitud de superioridad que ella asumía ante mí: trataba de enseñarme el uso de los palillos chinos... ¡imagínense! Y, más que nada, sus continuas alusiones a su elevada posición social, a la importancia del cargo de su padre (En un principio se había negado a darme su apellido, dizque para que no lo fuera a identificar. Cuando me lo dijo, les juro que no supe de quién se trataba.), a sus viajes por el extranjero.

Por fortuna, ella tuvo el tacto de acortar la reunión y ahorrarme el suplicio, inventándose un viaje a Guadalajara que tenía que hacer esa misma tarde, al regreso del cual me hablaría para volvernos a ver. Jamás lo hizo, cosa que le agradecí. En realidad no estaba dispuesto a enredarme con alguien que tan abiertamente buscaba quién la mantuviera (a ella y a su hija) y que a cambio no tenía nada interesante que ofrecer.

Esta experiencia, sin embargo, por desastrosa que fuera, no fue la última. Es más, por varios años —salvo por el fallido intento de mi hermana de presentarme a una amiga de su esposo— todas las mujeres que conocí y con las que llegué a salir las conocí por Internet. La gran mayoría de los casos, lamento decirlo, fueron como este primero: después de un intercambio epistolar o telefónico muy prometedor, el encuentro en la vida real resultaba francamente decepcionante y no volvía a repetirse.

Si pudiera sacar una conclusión general de estas experiencias, la primera sería que una verdadera relación debe basarse en algo más que en la búsqueda de aliviar la soledad. Y que, debo admitir, en demasiadas ocasiones tiendo a atribuir a una persona valores y características que sólo existen en mi imaginación o en mis deseos. La confrontación de esa fantasía con la realidad es lo que produce un deprimente choque.

Pero hay otra lección que se puede extraer de todo esto: el famoso clic se produce en la nariz. El perfume de mujer del que hablaba Martin Brest en su película es la base de toda atracción. Recuerdo el olor a ajos de Lorena y confieso que, después de ella, me sentí atraído por otra que también olía a liliáceas.

También podría hacerse la crítica a este sistema de celestinaje desde otra perspectiva: es imposible conocer a los demás si no nos conocemos a nosotros mismos. Eso explica tantos reveses que nos damos a la hora de reunirnos en persona con quien parecía ser —por escrito— nuestra alma gemela. Ninguno de los dos puede describirse a sí mismo, por la sencilla razón de que no sabe quién es. Tiene una vaga sensación de gusto o disgusto ante determinadas cosas, pero no sabe traducirla en palabras. Poner en mi tarjeta de presentación que mi color preferido es el azul me hace correr el riesgo de toparme con una persona tan superficial como esa misma descripción.

Con esa ignorancia sobre sí mismo, los intercambios epistolares se van reduciendo a simples comentarios sobre la vida cotidiana o a la presentación del currículo. (Es en serio: en una ocasión, una monita me envió su currículo, asegurándome que así la conocería mejor.)

¿Y saben cuál es la paradoja mayor (o al menos, cuál puede llegar a ser)? Que cuando efectivamente nos conocemos nos damos cuenta de que no necesitamos una pareja para sentirnos bien. Y la paradoja es que es entonces cuando la encontramos.

5 Comentarios:

Blogger Lino Coria dijo que...

De acuerdo con todo lo que leo. Nomás que para darnos cuenta de esto nos tiene que pasar... hay que vivirlo. Tenemos que conocernos y esto a veces toma mucho mucho tiempo.

Sin embargo, aunque suene superficial... yo sí trato de saber qué películas le gustan a la candidata.

1:45 a.m., abril 12, 2005  
Anonymous Anónimo dijo que...

Estoy totalmente de acuerdo contigo, sin embargo, conozco un caso espectacular de ese tipo de celestinaje que ha resultado excelente. Se trata de uno de los mejores amigos de mi papá y su nueva pareja. Ya llevan 5 años juntos y están de maravilla. Se conocieron por un servicio de este tipo por internet. Pero, sin duda, esto es tan fácil de que pase como que te saques el melate. Es decir, qué bien que le pasó a este par de humanos, pero generalmente sucede como tú dices.

3:45 p.m., mayo 19, 2005  
Blogger Alexandryna dijo que...

Cuando tu mencionas que no se necesita una pareja para sentirse bien, es tan cierto,

El proceso de vivir la vida es una experiencia muy individual, en la que podemos tener invitados pero la responsabilidad de tomar control de como la vivimos y adonde nos encaminamos es nuestra.

No se puede dar lo que no se tiene, y no se puede buscar lo que no encontramos en nosotros mismos.

Asi que aplaudo tu capacidad de discernir lo que es real en un momento de mucha presion.

10:18 p.m., julio 05, 2005  
Blogger .·•ღ [ Îяïﮐ ] ♥•·. dijo que...

UUfff.. buenisimo! Pero me doy cuenta q lo dejaste hace meses, deberias seguir en esto, es bueno, y bue... Tal vez no encuentras a tu alma gemela, pero te conocerias un poco mas.

12:26 a.m., julio 28, 2005  
Blogger Alexandryna dijo que...

Uno, dos, tres probando
Uno, dos, tres esperando mas historias

8:25 p.m., noviembre 03, 2005  

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