martes, febrero 22, 2005

Mis noches con Teresa

Me enteré de la muerte de Eduardo varios días después de que había ocurrido. Aunque tenía varios años de no verlo, prácticamente desde que me había salido del periódico, lo lamenté sinceramente pues habíamos tenido una buena amistad, no sólo en el trabajo sino también afuera. En varias ocasiones nos habíamos ido juntos de parranda y, como sabemos, no hay nada mejor para sentirse amigo de alguien que compartir una buena borrachera.

En fin, el aviso del fallecimiento de Eduardo me lo dio Sonia, también compañera del periódico a quien veía ocasionalmente —en plan estrictamente de amigos— y quien hizo un comentario muy de pasada, como no queriendo.

—Por cierto, ahí en el velorio estaba Teresa y me preguntó por ti...

¡Teresa! Su mero nombre me evocaba el placer de haber estrechado su cuerpo contra el mío, en aquellas noches decembrinas en las que yo aún no me había recuperado de mi separación de Lorena. La primera vez que sentí que Teresa me miraba como algo más que un compañero de trabajo, fue en el brindis de Navidad del periódico, cuando bailé con ella tras mucha insistencia de su parte. Al salir de aquel lugar se ofreció a darme un aventón a mi casa, pero en eso se interpuso Licha, quien literalmente me subió a rastras a su coche, antes de que yo pudiera aceptar la propuesta de Teresa.

Licha era una buena amiga y velaba por mi bienestar. Y, para ella, lo peor que me podría ocurrir era enredarme con Teresa, después de haber sido tan severamente golpeado por Lorena. Sí, por desgracia, Teresa no gozaba de buena reputación en el periódico, más que nada por haber andado con uno de los alcohólicos de la redacción. Éste era un inútil bueno para nada, cuya simple presencia servía para impedir toda conversación amena en las reuniones, pues su incultura, aunada a su permanente estado de ebriedad, lo volvía por completo incoherente. Además, a Teresa le gustaba proyectar una imagen de desinhibición y alardeaba de sus vacaciones en las playas nudistas de Oaxaca, donde daba a entender que podía ocurrir cualquier cosa...

Pero de nada me valieron los prudentes consejos de Licha. Días después, Teresa me invitó a una reunión con unos amigos, a lo cual accedí, menos por interés en reunirme con un grupo de desconocidos que por curiosidad de ver a dónde podría llegar yo con Teresa.

Saliendo del periódico, nos fuimos en su coche a la dichosa reunión. El corazón me dio un vuelco cuando vi que después de tomar el camino que yo acostumbraba seguir para ir a casa de Lorena, Teresa daba una vuelta precisamente en su calle. "¿Será posible que, por alguna jugarreta del destino, la reunión sea en casa de Lorena?", me pregunté con inquietud. ¿Qué posibilidades había de que el círculo de amigos de una se intersectara con el de la otra? Ninguna, en realidad. Lorena era pintora y Teresa periodista, además de estar separadas por una diferencia de casi 15 años de edad (Lorena era mucho más joven). Me tranquilicé al ver que el auto se detuvo varias calles antes de llegar a su casa.

A la fecha sigo sin saber si la famosa reunión fue una simple treta de Teresa para salir conmigo o si realmente se canceló a última hora, como nos informó indiferente su hermana cuando entramos en su casa. Ella estaba muy ocupada armando un rompecabezas de miles de piezas en la mesa del comedor y prácticamente no nos prestó atención. De ese modo salimos de allí como una hora después.

Al llegar a casa de Teresa, me bajé del coche para ir a abrirle la puerta. Posteriormente me daría cuenta de que Teresa, como feminista militante, despreciaba esos gestos que ella llamaba machistas y que a mí me parecían simples muestras de cortesía. Cuando llegué a su lado, pues, ella ya se había bajado pero de alguna forma quedamos muy juntos y, sin mediar palabra, nos trenzamos en un prolongado beso. Todavía guardo la impresión que tuve al descubrirla fresca. Lorena, he de aclarar, era de boca caliente y de olor a ajos (cosa que, por cierto, me excitaba mucho). Y de Teresa había pensado que sería algo parecido. Pero no, su boca era fresca y con olor a menta (está bien, seguramente por la pasta dental o algún enjuague bucal, no digo que ése fuera su olor natural). En todo caso, fue una grata sorpresa, que se sumó a las que me esperaban en su recámara.

Salí de su casa al día siguiente muy temprano, para ir a mi departamento a bañarme y cambiarme de ropa. El frío decembrino de la calle contrastaba agudamente con el calor que me había infundido Teresa. Iba con el ánimo despejado, sin ideas en la cabeza, casi con puras sensaciones en el cuerpo, maravillado por la experiencia pero, muy atinadamente, sin tejer expectativas. Eso fue lo mejor que pude hacer en esos momentos.

domingo, febrero 20, 2005

Larisa I

A Larisa la conocí el fin de año de 1994, que celebré en casa de Licha, mi amiga del periódico. No fue una gran fiesta; más bien, sólo una reunión íntima para no dejar pasar desapercibida la fecha. Rebeca, la novia de Licha, era argentina y tenía a su cargo la preparación de la parrillada. Yo llegué con algunas botellas de vino chileno y mis dos hijos que, por haber pasado la Navidad con su madre, ahora celebrarían el año nuevo conmigo.

¿Cómo se puede realizar una parrillada en un departamento de la colonia Del Valle? La respuesta era sencilla: en la azotea. En una de las jaulas de la ropa, Rebeca había preparado un anafre con una parrilla encima y, casi a la entrada, Licha había colocado la mesa. No esperábamos a nadie más y yo, en ese primer año de mi divorcio, no tenía a ninguna amiga a quién invitar.

Larisa llegó de sorpresa. Licha la había invitado vagamente, casi por compromiso, algunos días antes. Y, como en la tarde se había peleado con el galán —que además, por ser casado, no podría llevarla a su cena de fin de año—, Larisa decidió tomarle la palabra a Licha y aparecerse casi de última hora.

No recuerdo cómo me la presentaron. Al evocar esa noche, sólo la veo parada en el quicio de la puerta de la azotea, cubierta con un grueso abrigo café claro, con una bufanda roja y un sombrerito gris que medio le tapaba la cara, aunque dejaba asomar un par de ojos acerados, una sonrisa perfilada en unos labios delgados y unos pómulos más o menos marcados, todo ello enmarcado por una cabellera rubia, lacia y corta. De inmediato me vino a la mente Mia Farrow, no la de las películas de Woody Allen, sino la del Bebé de Rosemary (sobre todo en la segunda parte, cuando se corta el pelo). Posteriormente, ella misma me diría que más bien la comparaban con Jessica Lange. Pero para mí, siempre fue Mia Farrow.

La conversación al principio fue muy de circunstancia: el frío, la reciente devaluación del peso (estaban frescos los errores de diciembre del doctor Zeta), la perspectiva de la cena... Rebeca nos explicó al detalle la preparación de una buena parrillada, desde la selección de la carnicería hasta la determinación del punto exacto de cocción, omitiendo, claro está, los verdaderos secretos de los condimentos y especias que usaba.

Pero después la plática se hizo más personal y así me enteré de que Larisa era pintora, divorciada y de que estaba recién regresada de Barcelona, donde había tenido una beca para estudiar pintura durante un año. Me comentó muchas cosas más, sus planes con un grupo de artistas para montar una escuela-taller de pintura, las exposiciones que había tenido. Más adelante, ¡ay!, la llegaría a conocer mucho más y me daría cuenta de lo maquillado que resultaba el retrato que de sí misma había pintado esa noche. Pero de momento, yo quedé encantado con ella, sobre todo cuando alabó las habilidades artísticas de mis hijos, que entre tanto estaban dibujando en la computadora de Rebeca. Y cuando me di cuenta de que no era del grupo de amigas lesbianas de Licha y Rebeca, acaricié la posibilidad de tratarla más.

jueves, febrero 17, 2005

Presencias cercanas

Toda presencia en mi vida, por accidental o inesperada que sea, tiene un efecto que muchas veces no alcanzo a percibir a las primeras de cambio. Y lo mismo vale, por supuesto, con las ausencias: aquellas personas que, después de desempeñar un papel importante en el libreto que ha ido escribiendo mi destino, desaparecen de él, sin volver a tener participación alguna, dejando muchas veces cicatrices que tardan años en sanar.