viernes, junio 30, 2006

¿Amor fraternal? No, gracias

La segunda de mis conocidas por Internet, ya avecindado en Cuernavaca, resultó ser una mujer muy interesante. Sus cartas me hacían reír y revelaban una mentalidad sui generis, muy inteligente y con amplia cultura. Dedicamos algunas semanas a ese intercambio meramente escrito hasta que un día me dijo que iba a venir a Cuernavaca (ella vivía en la Ciudad de México) por algunos asuntos y que, si yo quería, podríamos aprovechar para vernos.

Yo estaba más que encantado con la oportunidad de perder la virtualidad con ella, así que organicé mi trabajo para darme tiempo de comer con ella. El asunto que la traía a Cuernavaca era un curso que estaba dando sobre una extraña técnica de avance espiritual, pero eso no me importó mucho. Pasé por ella al instituto donde impartía sus clases y, cada quien en su coche, nos fuimos a un restaurante.

Tengo que confesar que mi primera impresión al verla no fue muy buena. Digamos que físicamente no era exactamente como me gustan, pero, ¡qué caray!, su forma de ser me resultaba muy atractiva, así que hice a un lado esa objeción tan mezquina.

Quizá por el hecho de ser la primera vez que nos veíamos, ella estuvo muy seria, muy lejos de la imagen que proyectaba en sus cartas. Incluso llegué a sospechar que alguien más se les estuviera escribiendo, porque no aparecía por ningún lado la chispa, el humor y los comentarios sarcásticos de que hacía gala por escrito.

Después de esa vez en Cuernavaca nos volvimos a ver varias veces en México, para ir al cine, para ir a comer o salir a algún lado. Recuerdo con particular agrado una tarde que pasamos en el bazar de San Ángel, después de haber comido en un restaurante hindú de las cercanías. Ver chucherías en su compañía me pareció lo más cercano a la dicha que había experimentado en mucho tiempo. Y en esa ocasión pensé seriamente que con ella sí podría llegar a algo más que una buena amistad.

Esta mujer era muy perceptiva, supongo, y algo me ha de haber captado esa vez. El caso fue que poco después, en nuestro acostumbrado intercambio epistolar, ella dejó muy en claro que no estaba en plan de entablar ninguna relación seria. Y para remachar el clavo, agregó que ella podría ser como “una hermana”, nada más. A mí se me cayó la moral al suelo pues, como dije, ya estaba pensando en que las cosas podrían llegar mucho más lejos. Durante varios días traje rumiando esa carta, sin decidir si contestarla o dejarla sin respuesta. Hasta que finalmente pudo más el despecho y le escribí una carta de despedida en la que le aclaraba que poco podía interesarme en tener una hermana más, cuando ya tenía tres. No me volvió a escribir.

Mi historia con ella no paró en eso. Tiempo después, no recuerdo si tres o cuatro años, aunque pudieron haber sido cinco, ojeando otro catálogo de soledades me vine a topar con una ficha por demás interesante. Y la foto que la ilustraba era bastante atractiva, así que me decidí a escribirle. Claro, era la misma aspirante a hermana, sólo que ahora con el pelo más largo. Ella sí me reconoció, cosa que me hizo notar, muerta de risa, en su respuesta. Pero en esa ocasión ya no nos volvimos a ver. La cosa se limitó a un breve intercambio epistolar, prontamente trasladado al chat, donde platicábamos las raras veces que llegábamos a coincidir. Pero ya no mantuve el mismo interés que antes, primero por la cuestión del incesto pero también porque para entonces ella ya estaba clavadísima en sus cursos de espiritualidad, tema que llegó a hartarme.

No sé si esta historia tenga moraleja. Ahí les encargo, si la llegan a encontrar, que me la expliquen. Para mí fue más bien desmoralizador y sentí que, habiendo llegando al mismo punto de partida de años atrás, era tiempo de olvidarme del empeño de buscarle por ese lado.

sábado, junio 17, 2006

Romance cibernético II

Todos mis intentos por establecer alguna relación por medio de Internet fueron un fracaso. Y como el hombre es el único animal que se tropieza con la misma piedra, por mucho tiempo yo me empeciné en tropezarme en ese mismo empeño. No obstante, debo confesar que en lo que llegaba al tropezón me la pasaba bastante bien. Ya fuera porque el intercambio de mensajes resultaba estimulante de algún modo, porque llegáramos a tratarnos en persona, o incluso porque lográramos crear cierta intimidad. Estos casos fueron los menos, claro, y cuando llegaban a ocurrir era por un corto periodo.

Recuerdo que recién llegado a Cuernavaca, me inscribí en la página de Terra, con la idea de conocer gente de aquí. De los innumerables prospectos que hubo, en realidad sólo recuerdo a dos, a quienes sí llegué a tratar en persona. Las demás quedaron siempre en la virtualidad.

La primera de las dos me llamó la atención por sus respuestas ingeniosas y la inteligencia que se notaba en sus mensajes. Después de un intercambio epistolar más o menos regular, decidimos conocernos y para eso nos quedamos de ver en el cine.

La espera siempre es inquietante, pero en el caso de una cita a ciegas la inquietud se convierte en angustia, teñida de vagas esperanzas. De pie en medio de la plaza del conjunto donde están los cines, cualquier mujer que se apareciera podía ser la susodicha. Y aquí no me queda más remedio que revelar mi superficialidad: las caras bonitas despertaban mi esperanza mientras que las feas suscitaban angustias.

A fin de cuentas, como no vivo en los extremos, cuando llegó mi desconocida amiga pude comprobar que era bastante término medio: ni muy fea ni muy bonita. Pero, en todo caso, no se produjo el famoso y muy esperado clic. Nótese que no la estoy culpando por no haber despertado mi concupiscencia. Estas cosas son de dos vías y supongo (no lo sé, pues de eso jamás llegamos a hablar) que a ella le pasó algo similar. No recuerdo si el saludo fue de mano o de beso, pero en todo caso, agradecí mentalmente que nos íbamos a meter al cine y que eso me relevaba de una conversación que, por no interesarme la interlocutora, hubiera sido muy penosa para los dos.

Con tan mal estreno, nuestra relación no iba a llegar muy lejos. Nos vimos quizá una o dos veces más y, poco después, la cosa se limitó a llamadas esporádicas por teléfono, que fueron espaciándose hasta caer en el olvido.

Pero eso no fue el fin del asunto. Tiempo después respondí a otro anuncio, no recuerdo si de la misma página de Terra o alguna otra, pues para entonces yo ya había probado suerte en varias. Todas más o menos funcionan igual: un catálogo de soledades, preferentemente ilustrado y con descripciones tan encomiosas de sus integrantes que alguien menos subjetivo —el que anda ojeando esos catálogos lo que menos tiene es objetividad— no puede dejar de preguntarse porqué tienen que recurrir a estos métodos para encontrar amistades o pareja. Y siempre con el ánimo de garantizar la seguridad, los solicitantes se identifican mediante seudónimos. El anonimato, claro, no es el objetivo de este sistema también llamado de nick, ya que la foto, cuando la hay, revela la identidad del aspirante.

En fin, el anuncio al que me refiero no tenía foto, pero la descripción ha de haber sido bastante alentadora, por lo que decidí responderlo. El lector ya habrá adivinado el desenlace, pues ahí están todas las claves (menos mal que éstos no son relatos de suspenso). En efecto, como ella misma se encargó de aclarar en su respuesta, el segundo anuncio correspondía a la misma chava del primero. ¿Quién dijo que un rayo no cae dos veces en el mismo lugar?

sábado, junio 10, 2006

Larisa III

Lo malo de la última vez es que nunca la disfrutamos como tal. Es decir, casi nunca tenemos la conciencia de que será la última vez al momento de vivirla. Y quizá por esa falta de cierre,por esa sensación de que nos faltó decir adiós, muchas veces queremos regresar aunque sea para echarnos la del estribo, por mucho que la razón nos aconseje lo contrario.

Sin embargo, con Larisa me pasó algo mixto: la última vez que la vi se estaba subiendo al taxi que la llevaría al aeropuerto, donde tomaría un vuelo a Bolivia. Ahí tenía pensado pasar mes y medio en casa de una amiga muy querida. En ese sentido, sí tuvimos una despedida, aunque ninguno de los dos pensara en esos momentos que fuera la definitiva.

Al ver alejarse el taxi, sólo agradecí que yo tuviera que irme a trabajar con lo que quedaba descartado acompañarla hasta el avión. Pero no se me ocurrió pensar que jamás la volvería a ver.

Pero además del alivio de no tener que echarme el penoso viaje al aeropuerto, sentí el de que ella no fuera a estar precisamente ese viernes por la noche. Era el 8 de diciembre y como celebración del fin de año, mis amigos y yo íbamos a tener una reunión en casa de uno de ellos. La consigna había sido que fuéramos sin pareja: no estaban permitidas esposas, amantes, amigas o, como era mi caso, concubinas. Y a Larissa no le hubiera caído en gracia que yo me fuera solo a “emborracharme con mis amigotes”.

Esta sensación de alivio, tendría que aclarar, no fue clara en ese momento. Simplemente me sentí más libre, sin comprender porqué. En todo caso, ese viernes pude estar muy a gusto con mis amigos de toda la vida. Como era de esperarse, la reunión acabó a las siete de la mañana y yo llegué muy tranquilo a mi casa, sabiendo que no habría nadie que me pusiera mala cara. Aunque ya había bastante material acumulado, faltaba algo que le diera coherencia y me explicara lo que yo estaba sintiendo. Ese “algo” estaba por ocurrir dos días más tarde.