¿Amor fraternal? No, gracias
La segunda de mis conocidas por Internet, ya avecindado en Cuernavaca, resultó ser una mujer muy interesante. Sus cartas me hacían reír y revelaban una mentalidad sui generis, muy inteligente y con amplia cultura. Dedicamos algunas semanas a ese intercambio meramente escrito hasta que un día me dijo que iba a venir a Cuernavaca (ella vivía en la Ciudad de México) por algunos asuntos y que, si yo quería, podríamos aprovechar para vernos.
Yo estaba más que encantado con la oportunidad de perder la virtualidad con ella, así que organicé mi trabajo para darme tiempo de comer con ella. El asunto que la traía a Cuernavaca era un curso que estaba dando sobre una extraña técnica de avance espiritual, pero eso no me importó mucho. Pasé por ella al instituto donde impartía sus clases y, cada quien en su coche, nos fuimos a un restaurante.
Tengo que confesar que mi primera impresión al verla no fue muy buena. Digamos que físicamente no era exactamente como me gustan, pero, ¡qué caray!, su forma de ser me resultaba muy atractiva, así que hice a un lado esa objeción tan mezquina.
Quizá por el hecho de ser la primera vez que nos veíamos, ella estuvo muy seria, muy lejos de la imagen que proyectaba en sus cartas. Incluso llegué a sospechar que alguien más se les estuviera escribiendo, porque no aparecía por ningún lado la chispa, el humor y los comentarios sarcásticos de que hacía gala por escrito.
Después de esa vez en Cuernavaca nos volvimos a ver varias veces en México, para ir al cine, para ir a comer o salir a algún lado. Recuerdo con particular agrado una tarde que pasamos en el bazar de San Ángel, después de haber comido en un restaurante hindú de las cercanías. Ver chucherías en su compañía me pareció lo más cercano a la dicha que había experimentado en mucho tiempo. Y en esa ocasión pensé seriamente que con ella sí podría llegar a algo más que una buena amistad.
Esta mujer era muy perceptiva, supongo, y algo me ha de haber captado esa vez. El caso fue que poco después, en nuestro acostumbrado intercambio epistolar, ella dejó muy en claro que no estaba en plan de entablar ninguna relación seria. Y para remachar el clavo, agregó que ella podría ser como “una hermana”, nada más. A mí se me cayó la moral al suelo pues, como dije, ya estaba pensando en que las cosas podrían llegar mucho más lejos. Durante varios días traje rumiando esa carta, sin decidir si contestarla o dejarla sin respuesta. Hasta que finalmente pudo más el despecho y le escribí una carta de despedida en la que le aclaraba que poco podía interesarme en tener una hermana más, cuando ya tenía tres. No me volvió a escribir.
Mi historia con ella no paró en eso. Tiempo después, no recuerdo si tres o cuatro años, aunque pudieron haber sido cinco, ojeando otro catálogo de soledades me vine a topar con una ficha por demás interesante. Y la foto que la ilustraba era bastante atractiva, así que me decidí a escribirle. Claro, era la misma aspirante a hermana, sólo que ahora con el pelo más largo. Ella sí me reconoció, cosa que me hizo notar, muerta de risa, en su respuesta. Pero en esa ocasión ya no nos volvimos a ver. La cosa se limitó a un breve intercambio epistolar, prontamente trasladado al chat, donde platicábamos las raras veces que llegábamos a coincidir. Pero ya no mantuve el mismo interés que antes, primero por la cuestión del incesto pero también porque para entonces ella ya estaba clavadísima en sus cursos de espiritualidad, tema que llegó a hartarme.
No sé si esta historia tenga moraleja. Ahí les encargo, si la llegan a encontrar, que me la expliquen. Para mí fue más bien desmoralizador y sentí que, habiendo llegando al mismo punto de partida de años atrás, era tiempo de olvidarme del empeño de buscarle por ese lado.